El valor de la mesa y el fuego: una mirada a la gastronomía que nos acompaña
Lifestyle, Viajes y culturaHay algo profundamente humano en reunirnos alrededor de una mesa. No importa la ciudad, la estación del año o el momento de la vida en el que estemos: comer juntos sigue siendo una de las pocas costumbres que no ha perdido su poder de convocar. En la mesa se hablan verdades que rara vez salen en otros espacios; se celebran triunfos, se procesan pérdidas y se tejen vínculos que ninguna pantalla reemplaza.
México, con su historia tan ligada a los sabores, ha construido su identidad al calor del maíz, la leña, el barro y el fogón. Lo curioso es que, a pesar del tiempo, seguimos buscando lo mismo: sabores que nos digan algo. Que nos recuerden a alguien. Que nos expliquen, sin palabras, de dónde venimos. Tal vez por eso los proyectos gastronómicos que logran permanecer no son los que multiplican técnicas, sino los que entienden que cada platillo tiene un trasfondo emocional.
El fuego, por ejemplo, es una herramienta que parece simple, pero es una de las más exigentes. Obliga a estar presente, a escuchar, a reaccionar sin ensayar. No hay un botón que estandarice la temperatura ni un temporizador que marque el ritmo perfecto. Cocinar con carbón o con leña es entrar en un diálogo con algo vivo. Dominarlo toma tiempo, pero respetarlo es lo que hace que un plato tenga carácter.
Querétaro, con su crecimiento acelerado y su público cada vez más curioso, se ha convertido en un terreno fértil para proyectos que buscan justo eso: cocinar con intención. No para impresionar, sino para conectar. En los últimos años, la ciudad ha comenzado a ver surgir espacios donde se vuelve a la raíz, donde el producto local es prioridad y donde el equipo de cocina entiende que un plato bien hecho empieza mucho antes de llegar al comal.
Lo interesante es que, en medio de esa evolución, también ha cambiado la expectativa del comensal. Hoy no basta con que algo “sepa bien”. Buscamos experiencias que hagan sentido, lugares donde nos sintamos cómodos, proyectos que cuiden lo que ofrecen y que no pretendan ser algo que no son. Restaurantes que le den importancia al ambiente, a la frescura, al trato humano. Espacios que honran el oficio y no solo la foto.
Y cuando uno observa esta tendencia con calma, se da cuenta de que la gastronomía está regresando a una idea primitiva pero esencial: la comida es memoria. Lo que probamos hoy puede acompañarnos años después. A veces son detalles mínimos —un aroma a maíz recién nixtamalizado, el sonido de una brasa viva, una salsa que sabe a domingo familiar— pero basta para regresar a un momento que creíamos olvidado.
Entre esos nuevos espacios que entienden el valor del recuerdo, uno ha comenzado a llamar la atención por su manera de trabajar: Nido Cocina Brava. Un proyecto que nació sin prisa, con respeto por el fuego y con la intención clara de que cada plato cuente algo. Al final, su propuesta no gira solo en torno a lo que se sirve, sino a cómo se vive. Porque ahí, en ese cruce entre técnica, memoria y hospitalidad, es donde la cocina realmente se vuelve parte de nosotros.






















